Por: Cristóbal Caviedes. PhD in Law, Queen’s University. Profesor de derecho constitucional, Escuela de Derecho, sede Antofagasta. Universidad Católica del Norte
Recientemente se aprobó en general, en la Comisión de Sistema Político de la Convención Constitucional, una primera propuesta sobre nuevo régimen político para Chile. Siendo que se trata tan sólo de un primer bosquejo, la propuesta tiene varios errores. En este ensayo, indicaré los errores principales de la propuesta y sugeriré algunas ideas para solucionarlos. Primero me referiré a los errores relativos al parlamento, para luego referirme a los errores relativos al Gobierno.
Propuestas sobre el parlamento
Los principales errores de la propuesta respecto al parlamento son tres. Para empezar, la propuesta establece un parlamento unicameral. Esto es contrario a las intenciones descentralizadoras de la Convención. La democracia implica que cada persona —independientemente de dónde viva— tiene un sólo voto y que cada voto vale lo mismo. Por tanto, para que un parlamento unicameral sea democrático, los lugares donde vive más gente necesariamente deben elegir más parlamentarios que los lugares donde vive menos gente. Así, siendo que casi la mitad de la población chilena vive en Santiago, para que el nuevo parlamento unicameral sea democrático, la mayoría de los miembros de este parlamento tendrían que ser de la Región Metropolitana. Naturalmente, esto debilitaría fuertemente cualquier pretensión de re-distribuir poder al resto del país.
Por supuesto, el problema de la centralización del parlamento unicameral podría intentar corregirse compensando con más parlamentarios a otros territorios, o mediante escaños reservados, normas de paridad, etc. Pero estas normas ya alteran la lógica de la igualdad del voto. Por ende, si estos mecanismos se usan excesivamente, el carácter democrático del nuevo parlamento será constantemente cuestionado, lo que minará la autoridad de los nuevos parlamentarios; y probablemente del sistema completo a mediano y largo plazo.
Para realmente descentralizar el poder sin afectar demasiado la igualdad del voto, lo ideal es tener un parlamento bicameral a-simétrico. Es decir, lo ideal es tener un parlamento con dos cámaras: la primera representaría directamente a la población, mientras que la segunda representaría a los territorios. En este parlamento, la primera cámara se compondría de diputados directamente electos por la ciudadanía; mientras que la segunda se compondría de parlamentarios electos por los órganos que representan a las regiones, tales como nuestros actuales consejos regionales.
Este parlamento sería “a-simétrico” puesto que, en caso de conflicto entre ambas cámaras sobre un proyecto de ley —y siempre que no se llegue a acuerdo en comisión mixta—, la cámara popular podría insistir con el proyecto original cumplidas ciertas condiciones, caso en el cual dicho proyecto se transformaría en ley. De este modo, se incorporan mucho más eficazmente las perspectivas regionales respetando la igualdad del voto, pues prima la representación popular directa por sobre la representación territorial.
En segundo lugar —y más grave aún— la propuesta señala que la ley deberá fijar los distritos y circunscripciones donde se elegirán parlamentarios; ley que será aprobada tan sólo por la mayoría de los parlamentarios presentes en la sala. En términos prácticos, esto equivale a dejar al gato cuidando la pescadería.
Tal como está, la propuesta entrega total libertad a las mayorías parlamentarias de turno para re-dibujar el mapa electoral a su antojo, afectando nuevamente la igualdad del voto. Si hay algo de lo que podemos enorgullecernos como país es de la independencia e imparcialidad de nuestro sistema electoral frente a las presiones de los gobernantes de turno. Pero en vez de fortalecer este sistema, la propuesta permite que los parlamentarios sean quienes terminen eligiendo a sus electores a conveniencia cambiando los límites de distritos y circunscripciones. Vale decir, importaríamos a Chile la nefasta práctica del gerrymandering norteamericano, por lo que tendríamos un mapa electoral que no seguiría lógica alguna, salvo la de asegurar que los parlamentarios incumbentes sean reelectos. En suma, el mundo al revés.
Para corregir este problema, toda alteración del mapa electoral —así como también todo cambio en la cantidad de parlamentarios a elegir—, debería entregarse al Servicio Electoral, el que sólo podría realizar estos cambios en base al último censo. Otra posibilidad es que la propia Constitución regule con algo más de detalle el sistema electoral, o que la legislación sobre esta materia sea de las pocas que mantenga un cuórum supra-mayoritario.
En tercer lugar, la propuesta establece unos cuórums demasiado bajos para sesionar y tomar decisiones en el nuevo parlamento. Cuando se piensa en el gobierno de las mayorías, la regla de decisión que naturalmente viene a la cabeza es la de mayoría absoluta. Esto es, la regla consistente en que las decisiones deben ser tomadas por “la mitad más uno”. Pero esta no es la regla que el nuevo parlamento ocupará ni para sesionar ni para decidir. La propuesta establece que, para sesionar, el parlamento sólo requerirá de un tercio de sus miembros (sólo 68 diputados de los 205 propuestos) y que los proyectos se aprueben por mayoría simple. O sea, si hay más de dos opciones, gana la opción que tenga más votos aún si tal opción no tiene el apoyo de la mitad de los presentes más uno.
Si se analiza detalladamente, estos cuórums no aseguran que las leyes realmente resulten de la voluntad de “las grandes mayorías transformadoras”, sino que más bien resulten del empeño de minorías obstinadas, organizadas y oportunistas. En vez de asegurar el gobierno de las mayorías, la propuesta facilita el gobierno de las minorías. Después de todo, si una coalición política no puede siquiera asegurar que al menos la mitad más uno de los parlamentarios concurran a una sesión (sobre todo considerando la posibilidad de sesionar telemáticamente), esa coalición no tiene realmente las mayorías que probablemente dice tener. Y estos cuórums generan el riesgo de que los proyectos de ley vengan pre-aprobados por los parlamentarios en lugar de discutirse debidamente, lo que transformaría al parlamento en un mero buzón. De hecho, este riesgo de “cocina” es aún mayor que el actual considerando que la propuesta elimina la segunda cámara.
Si se quiere que las leyes realmente representen los valores, intereses y preferencias de la mayoría de los parlamentarios —y por ende, presumiblemente de la mayoría de la población que los eligió—, el cuórum de sesiones del parlamento debería ser la mayoría absoluta de los parlamentarios en ejercicio; mientras que el cuórum para decidir debería ser la mayoría absoluta de los presentes en la sesión, independientemente de la cantidad de opciones a votar.
Propuestas sobre el Gobierno
Por su parte, las normas relativas al Gobierno también tienen errores que, si no se corrigen, pueden terminar agravando la actual crisis de gobernabilidad de Chile. En primer lugar, la propuesta establece que deben elegirse conjuntamente —en lista paritaria— un presidente y un vicepresidente de la república. El vicepresidente no sólo reemplazaría al presidente en caso de vacancia, sino que además actuaría como un primer ministro, pues estaría a cargo de coordinar al Gobierno. Tanto el presidente como el vicepresidente durarían cuatro años, pudiendo reelegirse por una sola vez y en forma inmediata si así lo desean.
Un primer error de la propuesta es no establecer “válvulas de escape” para procesar eventuales conflictos entre el presidente y el vicepresidente. Vale decir, la propuesta no establece mecanismos para hacer primar la voluntad de una autoridad sobre otra en caso de conflictos graves. De hecho, más que solucionar las debilidades de nuestro actual presidencialismo, la propuesta las amplifica al trasladarlas dentro del Gobierno.
La principal debilidad de nuestro presidencialismo es que, si existen conflictos graves entre el presidente y el Congreso, el sistema no tiene mecanismos flexibles —tales como la censura o la elección anticipada— para resolverlos en favor de una de las partes. En palabras simples, cuando hay crisis políticas graves en Chile, ni el presidente puede disolver al Congreso y llamar a elecciones anticipadas, ni el Congreso puede censurar al presidente y reemplazarlo. Así, no hay forma de procesar y resolver eficazmente estas crisis, lo que termina poniendo en jaque a todo el sistema.
Pues bien, en vez de atacar esta debilidad del presidencialismo, la propuesta simplemente la injerta dentro del Gobierno. En efecto, bajo los términos de la propuesta —y siendo que tanto el presidente como el vicepresidente serían electos democráticamente—, si se generan conflictos graves entre el presidente y el vicepresidente, el primero no puede despedir al segundo ni vice-versa, lo que resultaría en parálisis gubernamental. Este problema es aún más grave si consideramos que, por un lado, no hay experiencias comparadas de vicepresidentes que coordinen al Gobierno; mientras que por otro, incluso en el caso de vicepresidentes con menos poderes, la experiencia latinoamericana con esta institución no necesariamente ha favorecido la creación de gobiernos estables, tal como lo demuestran los casos de Brasil y Paraguay.
Adicionalmente, la propuesta tampoco establece válvulas de escape para resolver eventuales conflictos entre Gobierno y parlamento. ¿Qué pasa si un presidente no tiene mayoría para gobernar y ocurren otras crisis tan intensas como el estallido social? ¿Qué medios habría para destrabar el eventual bloqueo y parálisis gubernamental? La incapacidad de responder clara y eficazmente a esta pregunta es la debilidad central de nuestro sistema. No obstante, la propuesta no dice nada al respecto. En efecto, la propuesta no contempla ni censuras, ni acusaciones constitucionales, ni referendos revocatorios, ni llamadas a elecciones anticipadas, ni ningún otro medio similar. Independientemente del mérito de estos medios, uno habría esperado que la propuesta al menos los pusiera sobre la mesa, pero no es el caso.
En tercer lugar, la propuesta establece períodos muy cortos de gobierno al mantener los cuatro años actuales. Uno de los principales problemas de nuestros actuales gobiernos de cuatro años es la dificultad de implementar políticas de largo plazo, como lo fue en su momento la reforma procesal penal. Esto es especialmente grave en materias de impuestos, salud, pensiones y educación, sobre todo considerando que implementar cualquier reforma en estas materias es lento y difícil.
En la práctica, los gobiernos de cuatro años muchas veces terminan siéndolo sólo de dos, pues el primer año es de instalación, mientras que el último es de campaña electoral. Por ende, para que un Gobierno realmente pueda implementar políticas de largo plazo en Chile, es preferible tener gobiernos de al menos cinco años. Para mantener la simultaneidad de las elecciones presidenciales y parlamentarias, podría establecerse que tanto el presidente como el parlamento ejercerán sus funciones por cinco años, tal como actualmente sucede en Francia, por ejemplo.
Finalmente, en el contexto chileno y latinoamericano, la reelección inmediata del presidente que permite la propuesta incentiva el mal uso de los recursos públicos. A diferencia de muchos países desarrollados, en Chile, no existe un “servicio civil”. Es decir, no existe un cuerpo de funcionarios estatales cuyo destino laboral sea independiente de los gobiernos de turno. Más bien, la inmensa mayoría de los funcionarios estatales chilenos trabaja a contrata o a honorarios, quedando a merced de los operadores políticos.
En estas circunstancias, la prohibición de la re-elección inmediata evita que un presidente en ejercicio use a su antojo los recursos públicos para reelegirse, debiendo esperar al menos un período fuera del cargo. Siendo que la instalación de un servicio civil realmente independiente toma tiempo —y considerando la historia política de nuestro continente, historia que no se caracteriza por el respeto a las normas y las instituciones—, conviene mantener la prohibición de relección inmediata para el presidente, sin perjuicio de que la Constitución debería además establecer las bases de un servicio civil realmente autónomo para Chile.
Dicho sea de paso, la prohibición de la reelección inmediata —así como otros límites a las reelecciones— deberían también aplicarse a otras autoridades ejecutivas, tales como los gobernadores regionales y los alcaldes. Después de todo, los mismos incentivos perversos al mal uso de los recursos públicos también existen en territorios más chicos; especialmente considerando que los alcaldes y los gobernadores regionales están sometidos a menos controles que el Gobierno central.
Por técnico y aburrido que sea, el diseño del régimen político es central para ejecutar cualquier plan de gobierno, sea de derecha, centro o izquierda. Sin un buen régimen político, las expectativas generadas por el proceso constituyente se verán gravemente defraudadas, pues será imposible hacer realidad los derechos que la nueva Constitución reconozca. A pesar del tiempo en contra —y por ende, a pesar del estímulo a hacer las cosas a tontas y a locas—, si es que hay un tema en el cual la Convención no tiene margen de error, ese tema es el diseño del sistema de gobierno. Así las cosas, ojalá que al menos algunos de los problemas indicados en este ensayo se corrijan (o por lo menos se mitiguen) durante la discusión de la propuesta en comisiones o en el pleno.
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