Por: Marisol Durán Santis. Rectora Universidad Tecnológica Metropolitana – UTEM
Recientemente se ha dado a conocer el documento “Aportes Para el Proceso Constitucional” confeccionado por la Red de Universidades No Estatales o G9. Con satisfacción, constatamos que es posible que se construya un consenso muy amplio en el marco de los contenidos de una futura Nueva Constitución, en torno a planteamientos del texto que “todas las personas tienen derecho a la educación”; que “la educación tendrá por finalidad el pleno desarrollo de la persona”, en su dimensión individual y social, “respetando la forma de convivencia democrática y los principios, derechos y libertades constitucionales”; y que “el Estado garantizará el acceso igualitario y universal a la educación superior, por cuantos medios sean apropiados”.
Por cierto, coincidimos con el documento cuando sostiene que la educación es un “derecho social”, es un “medio indispensable para la realización de otros derechos fundamentales”, que “la actividad universitaria es un “elemento de democratización social y cultural” y que “las universidades incluso pueden operar como vehículos para la transformación social”.
Como es público y notorio, todo ello ha formado parte de las proposiciones, demandas y luchas de las comunidades de las Universidades del Estado de Chile.
De la misma forma, compartimos que el Estado debe asegurar la autonomía académica, administrativa y económica de las universidades, que la actual Constitución no garantiza, y además que la nueva Carta Fundamental debe reconocer la libertad de enseñanza, la que se inspira en la “pluralidad de una sociedad democrática” e implica, asimismo, reconocer el carácter mixto de la provisión de educación superior, materia que nadie hoy cuestiona.
Sin embargo, nos parece que es menester una discusión más amplia y rigurosa en relación a la insistencia del G9 en que la Constitución reconozca como “públicas” a las universidades no estatales, argumentando que cumplen un rol y una función pública, y se someten a un régimen público.
La reflexión internacional sobre la materia es clara: la línea divisoria que separa y diferencia lo público de lo privado se define por la relación con el Estado. La Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE) caracteriza como “pública” a “toda casa de estudio controlada y gestionada directamente por una autoridad o agencia estatal, o cuyo órgano superior está conformado en su mayoría por miembros designados por la autoridad o elegidos públicamente”. De hecho, pareciera obvio que una entidad privada no modifica su naturaleza privada por el solo hecho de que cumpla una función de servicio público o se someta a un régimen público.
El comentado documento del G9 asegura que el carácter público que hoy reclaman para sus instituciones “se expresó, clara y explícitamente, con la reforma constitucional de 1971, donde se les reconoce el carácter público”. Sin embargo, cuando se revisa la ley de reforma constitucional Nº 17.398, mediante la cual se introdujeron modificaciones al Artículo 10 Nº 7 de la Constitución de 1925, se constata que ello no es efectivo.
En cambio, esta reforma constitucional incorporó principios que sería interesante que se tuvieran a la vista en el actual debate constituyente. Por ejemplo: que “la educación es una función primordial del Estado”, lo que “se cumple a través de un sistema nacional del cual forman parte las instituciones oficiales de enseñanza y las privadas que colaboren en su realización”, las cuales deben ajustarse a “los planes y los programas establecidos por las autoridades educacionales” del Estado de Chile.
Esperamos que podamos emprender un intercambio a la altura de nuestras instituciones universitarias: con rigurosidad, responsabilidad social, y mirada con sentido universal.
El contenido expresado en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no representa necesariamente la visión ni línea editorial de Poder y Liderazgo.