Por: Manuel Baquedano M. Presidente del Instituto de Ecología Política
Sin lugar a dudas, la COP 28 fue una de las más paradójicas de la historia. En los últimos días, se promocionó como un gran logro que esta Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático haya admitido (después de 28 conferencias similares) que son las energías fósiles las principales causantes de la crisis climática.
Nada de esto es nuevo para quienes seguimos el proceso. Ya sabíamos desde el comienzo que eran los países de la OPEP, liderados por Arabia Saudita, los que obstaculizaban el consenso para que se emitiera una declaración oficial que condenara las energías sucias, las principales precursoras de las emisiones de gases de efecto invernadero.
¿Qué fue lo que hizo cambiar de opinión al presidente de la COP 28, el Sultán Al Jaber, miembro destacado de la OPEP y CEO de la principal empresa petrolera de los Emiratos Árabes Unidos? A nuestro juicio, dos puntos principales:
- En la resolución se sustituyó el concepto de “eliminación” de los combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas) por “reducción”. Y también se presentó como una recomendación: para antes de 2050 si fuera posible. Entonces, tal como quedó el texto, se podría ajustar el descenso físico del combustible a las tasas de reducción y seguir utilizando las energías fósiles más allá del año 2050.
- Para que no cambie este lineamiento, los miembros de la OPEP aseguraron su injerencia en las próximas dos conferencias del clima. La COP 29 se realizará en Azerbaiyán, un estado productor de petróleo cuyo presupuesto depende un 80 por ciento del oro negro y la COP 30 tendrá lugar en Brasil, otro país petrolero que desde enero de 2024 será miembro con pleno derecho de la OPEP. Entonces se da la paradoja de que, por un lado, el presidente Lula da Silva desea salvar la Amazonía, pero por el otro lado, quiere explotar el petróleo. Esta contradicción tiene al país dividido y le resta credibilidad a Brasil en materia climática.
Para complicar más las cosas, en las últimas semanas se evidenció una crisis al interior del mundo científico. Por un lado están los “científicos institucionales” agrupados en torno al Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC) que son nominados por las Cancillerías a sugerencia de los Ministerios del Medio Ambiente y los “científicos libres” que no están adscritos al IPCC y cuya máxima figura en las ciencias del clima es el renombrado James Hansen. Hansen tuvo a su cargo durante 35 años el programa del clima de la NASA y fue el único científico invitado por el Congreso de Estados Unidos para explicar el cambio climático.
Estos dos grupos discrepan principalmente en relación a la rapidez con la que ocurrirá el aumento de la temperatura. Los científicos que lidera James Hansen sostienen que hay un aceleramiento de la crisis climática debido a los aerosoles fabricados por los seres humanos y que no se podrá cumplir la meta de la ONU de no sobrepasar los 1,5 grados para el año 2030.
Al contrario, Hansen pronostica que los 1,5 grados se alcanzarán en unos meses más, es decir, en 2024 y que en la década del 30 llegaremos a los dos grados; 70 años antes de lo fijado por la ONU en el Acuerdo de París en 2015.
Lo controvertido es que para que el IPCC considere oficialmente el aumento de temperatura deben pasar por lo menos diez años de promedio a ese nuevo nivel. Esto quiere decir que si se alcanzan los 1,5 grados de sobrecalentamiento en 2024 recién en 2034 podría ser reconocido como nuevo estándar climático. A mi juicio, tres años de temperatura por sobre los 1,5 grados de promedio deberían bastar para fijar el nuevo estándar.
Por lo tanto, nos acercamos a una situación que requerirá que la ciudadanía cuestione los resultados de las COP y el proceso mismo, dejando como árbitros únicos los incrementos reales de la temperatura.