Por: Richard Andrade C. Director de Poderyliderazgo.cl
De un tiempo a esta parte los chilenos nos hemos acostumbrado a los hechos de corrupción en el aparataje estatal y sus diversas reparticiones, ya sea a nivel central, regional y/o comunal, pues no son pocos ni aislados los casos de cohecho, soborno, malversación de fondos, fraude al fisco y negociación incompatible, entre otros, donde uno y más funcionarios públicos se han visto involucrados.
Tal vez el último hecho de revuelo fue la formalización de los generales de Carabineros, Gustavo González y Bruno Villalobos, junto con la ex ministra de Justicia, Javiera Blanco, tras demostrarse delitos de malversación de gastos reservados y falsificación de instrumento público.
En paralelo, desde el mundo privado nos enteramos esta semana de una nueva colusión empresarial, esta vez a cargo de las empresas de transporte de valores, tras la denuncia realizada por la Fiscalía Nacional Económica.
En ambas situaciones y en todos los casos de corrupción que hemos conocido existe una variable común: poca o nula transparencia en la gestión y operación de las actividades.
Se trata de una serie de prácticas instaladas en el corazón de la institucionalidad chilena, pues nos hemos convertido en expertos en “cumplir” con la ley, pero a la vez en eruditos para buscar la forma de sortearla o aprovechar un vacío legal. En síntesis, todo vale… la crisis ética es total. Basta recordar el bullado proyecto minero Dominga y sus alcances, llegando incluso hasta el propio presidente de la República.
El 20 de agosto de 2008 fue promulgada la Ley de 20285, sobre Transparencia y Acceso a la Información Pública, una normativa que vino a regular el “principio de transparencia de la función pública, el derecho de acceso a la información de los órganos de la Administración del Estado, los procedimientos para el ejercicio del derecho y para su amparo, y las excepciones a la publicidad de la información”.
A 13 años de vigencia de esta ley se ha convertido en clave para combatir la corrupción en el aparataje estatal, pero también es cierto que ha resultado insuficiente, pues no se observa de parte de las autoridades un real compromiso y solo se hace lo mínimo para que los chilenos en su conjunto podamos acceder a información clave respecto del quehacer de las entidades públicas.
No basta con un banner linkeado a sendas panillas Excel, también resultan insuficientes los funcionarios destinados a las labores de transparencia al interior de las instituciones. Debemos transformar la forma en que se entrega la información a la ciudadanía, siglas e indicadores que nadie entiende, poco y nada aportan a la transparencia, por lo que se debe replantear, por ejemplo, la forma en que se diseñan y realizan las famosas cuentas públicas de las autoridades, que por estos días son solo propaganda del gobierno del turno y nada más.
Por lo mismo, la transparencia debe ser pensada desde el usuario -desde el ciudadano- y no desde quien debe entregar la información. En concreto debe considerar un esfuerzo real de parte de los organismos públicos para entregar de forma clara, oportuna y veraz la información relacionada con su funcionamiento.
Hoy cuando la era digital es toda una realidad, es posible pensar una rendición mensual o trimestral de la gestión de los diversos servicios públicos en el celular de cada chileno. Avances presupuestarios, gastos incurridos, contrataciones, contratos y asignaciones son solo algunas de las acciones que se podrían informar.
Los senadores, diputados, gobernadores regionales, alcaldes, concejales, consejeros regionales tienen una doble obligación de rendir cuentas e informar periódicamente a la ciudadanía sobre su quehacer, pues ellos representan a los habitantes de los territorios y sus intereses, por lo que deben transparentar sus gestiones, dietas, gastos, viáticos, votaciones y reuniones… mal que mal cada uno de los pesos que ellos gastan o no gastan tienen su origen en el erario nacional, es decir en el patrimonio de todos los chilenos.
Una comprometida gestión de la transparencia institucional es la única herramienta capaz de derrotar la corrupción y, por cierto, a los corruptos, pues donde hay poca claridad, desconocimiento y oscuridad, reina el sinvergüenza, ese sinvergüenza que busca beneficiarse a toda costa de un bien público y con ello atentar contra de toda la sociedad.
Ahora bien, la democracia, la sociedad, requiere de ciudadanos responsables y conscientes de su rol, por lo mismo como ciudadanos debemos denunciar la corrupción por más mínima que sea, no podemos seguir tolerando y callando este tipo de actos, pues al hacerlo nos hacemos cómplices de atentar contra nuestros propios intereses.
Lo que está en juego es la institucionalidad del Estado, esa institucionalidad llamada a implementar y ejecutar políticas públicas que permitan mejorar la calidad de vida de los chilenos, en base a un presupuesto nacional, siempre insuficiente por los demás, sustentado en tributos y explotación de recursos que nos pertenecen a todos, y no a unos pocos sinvergüenzas que han hecho de la corrupción una forma de vivir y relacionarse en la sociedad.