Por: Carlos Gajardo Pinto. Asesor de la carrera de Derecho, Universidad Tecnológica Metropolitana (UTEM)
Recientes acontecimientos han sacado a la luz pública lo grave que resulta el ejercicio legal falto a la ética. Los audios grabados subrepticiamente en que dos abogados se relacionan con un cliente y le explican cómo funciona el sistema de justicia en Chile son desoladores. La necesidad que se manifiesta de coimear a funcionarios públicos y que esa es la manera de solucionar los problemas resulta extremadamente grosera.
Paralelamente se ha conocido la sentencia de un Tribunal Oral que condenó a seis años de cárcel a un abogado que se apropió de bienes de su cliente de avanzada edad. Estadísticas de Gendarmería del año 2019 mostraban como en un lapso de cuatro años, más de ochenta abogados habían sido detenidos por ingresar droga al momento de visitar a sus clientes privados de libertad.
Todo lo anterior en un escenario en que -de acuerdo a informes de la OECD- sólo un 15% de los chilenos confía en su sistema de justicia: junto a Ucrania, el más bajo de los países medidos. Confianza que es incluso menor a la de otros países latinoamericanos como México, Colombia, Brasil o Perú.
En ese escenario –entonces- por cierto es relevante cuestionarse sobre la importancia de la formación ética de los profesionales del Derecho, que tanto hemos fallado al respecto y qué aporte se puede hacer desde las universidades para mejorar esta debilidad.
Control para cualquier abogado o abogada. En efecto, la formación de las y los profesionales del Derecho debe tener una fuerte impronta ética, que debe traducirse -sin duda- en la manera de identificar posibles conflictos de este tipo y como resolverlos. La determinación de principios claves sobre lealtad con el cliente, con la contraparte y con el tribunal, conflictos de interés y el manejo de la publicidad de los casos, son temas acuciantes desde los cuales es posible levantar ciertos principios orientadores del actuar siempre dificultoso en el caso a caso.
Todo ello, además, en un escenario sumamente complejo en las últimas décadas de un aumento considerable de los profesionales que cuentan con el título para ejercer y de las universidades que imparten la carrera -por una parte- y de la mayor complejidad de los conflictos existentes en que el Derecho ha comenzado a llenar espacios que –tradicionalmente- era más propios de la política pública, en otra.
A mi juicio, dos elementos me parecen fundamentales para avanzar: la existencia de un control ético obligatorio para cualquier abogado o abogada y no sólo para colegiados/as que se encuentre radicado idealmente en un órgano jurisdiccional con un procedimiento no tan complejo y sumario. Junto a ello debe existir una mayor decisión desde la Fiscalía y los tribunales para sancionar rigurosamente el ejercicio de la profesión cuando aquello constituya delito o provoque perjuicios civiles, en línea con el fallo recientemente dictado.
Todo ello, por cierto, debe estar reforzado por aquel control ético que antaño tenían los colegios de abogados, pero que ante la escasa afiliación existente hoy día termina perdiendo eficacia. La academia y el gremio debieran reflexionar de manera profunda sobre la forma de mejorar el desempeño y el control ético tan severamente cuestionado en los últimos años y que el “Caso Hermosilla” ha puesto de manera tan patente como relevante.
El contenido expresado en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no representa necesariamente la visión ni línea editorial de Poder y Liderazgo.