Por: Carlos Cantero O. Doctor en Sociología
Creo en el Dios de Spinoza (1631-1677), que desafiando las poderosas creencias y tendencias que promovían un Dios trascendente, personal, creador, dominador y gobernante del mundo, empujó la ilustración y el racionalismo, promoviendo una visión de Dios inmanente, universal, eterno, que todo lo abarca, completamente identificado con la naturaleza creadora y causa primera. Una visión panteísta que identifica a Dios con todo o existente. El Dios, que luego, en tiempos cercanos, reivindicaría Einstein, en su célebre sentencia.
Ese es el mismo Dios milenario de nuestros ancestros andinos, de ayer, hoy y siempre, que lo encuentra en la tierra, en el cielo y en todo lugar, el que está en su flora y fauna, en sus aguas, en sus tempestades y ventoleras, en sus montañas, en el mar, en el sol y la luna.
Todo ello se vive en la devoción sin fin hacia la tierra, el aire, el agua y el fuego, elementos generativos fundamentales, frente a los cuales la insignificante soberbia humana se desvanece, frente al profundo sentido de unicidad infinita.
La ética andina es portentosa y de sentido y valor universal, su cosmovisión está plena de sabiduría ancestral milenaria, en ella se entiende que “Todo es uno. Y, uno es todo”. Que la persona -el ser humano- es una parte que está en ese todo.
En esa visión encontramos la presencia atávica de una cultura que reconoce y promueve un equilibrio dinámico constante entre femineidad y masculinidad, ese profundo sentido Eco-Ético-Sistémica-Relacional. Esto se refleja en su tesoro, el Dorado Andino, que está escondido a plena luz en su cosmovisión, su resiliente filosofía que implica un poderoso sentido de la vida. Esto emerge en la metáfora de la profunda y generosa acción del sol, astro rey que es padre sobre nuestro entorno; y, el influjo que marca la presencia de la luna que es madre, que todo lo influye determinando ciclos naturales, biológicos y culturales.
¿Cuánta consciencia heredamos a los nuestros sobre el valor de la pacha-mama? ¿De la veneración que nos merece la tierra como casa temporal? ¿Cuánta consciencia tenemos del ensimismamiento estructural de nuestra forma de ser y estar en el mundo? Cada cual carga con su mundo, sumido en su individualidad subjetiva, con sus desafíos y problemáticas, con el fluir de la vida, ensimismados en deseos y miedos, en emociones y objetivos personales.
El Dios de Spinoza no nos da sentido de vida, nos enseña que cada cual lo busca y encuentra, actuando con responsabilidad, compromiso y perseverancia. Es una perspectiva dicotómica, a la vez soberbia y digna, que llama a desplegar pensamiento crítico, revelarse en comunicar libertad, contagiar reflexión y en la impostergable elevación de la consciencia.
La presencia del ser humano, en ese contexto y perspectiva, no responde al mandato equívoco y fatuo, tantas veces proclamado: La persona humana no está llamada para dominar, tampoco para someter, sino para con-vivir en el respeto trans-especies, trans-generacional, eco-ético-sistémico-relacional, en íntima comunión con su entorno local y universal, al que se debe y le debe.
Las nuevas generaciones tienen un duro desafío, reencontrarse con los principios y valores del Humanismo, que hemos debilitado si no perdido; con la integralidad del ser y estar; con re-descubrir nuestra cosmovisión que está en filones urbanos y rurales; con un sentido de vida que tenga sentido, que equilibre materialismo y espiritualidad. ¡Que entienda el buen entendedor! ¡Qué así sea!
El contenido expresado en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no representa necesariamente la visión ni línea editorial de Poder y Liderazgo