Declaración Pública de la Comisión Chilena de Derechos Humanos (CCHDH)
Como es conocido por la mayoría, la precandidata presidencial de la derecha institucional, Evelyn Matthei señaló el miércoles 16 de abril en una entrevista en Radio Agricultura: “Mi posición es que no había otra [opción]. Que nos íbamos derechito a Cuba. Yo lo que quiero señalar es que probablemente al principio, en 1973 y 1974, era bien inevitable que hubiesen muertos, pero ya en el 78, el 82, cuando siguen ocurriendo, ahí ya no, porque había control del territorio”.
La mayoría de la derecha política chilena, en vista de su falta de reacción ante las aberrantes afirmaciones de Evelyn Matthei, demuestra su grave desarraigo al valor de la vida humana y al necesario respeto de la universalidad de la dignidad de la condición del otro, que con todas sus diferencias y lejanías, contiene un universo que es el centro de atribución de todos los derechos y deberes que debe ser respetado. Su rechazo a la persona humana, a toda la sociedad y, en consecuencia, al bien común, es muestra de su profunda hipocresía.
Han olvidado el artículo 1º de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, el cual señala que: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros“.
Así, la derecha chilena en su deformación liberal individualista y utilitaria, su fascinación fetichista con un libre mercado desregulado amoral donde la voluntad pura y egoísta se vale a sí misma, y su entrenamiento tecnocrático, la derecha muestra su afán mecanicista ajeno a toda vocación y expresión del espíritu humano.
Este ímpetu misantrópico se manifiesta plenamente al momento de caracterizar el enfrentamiento a su adversario, quien desde muchas formas representa a toda la comunidad política, a la sociedad y sobre todo, a la naturaleza humana como ser connaturalmente social, pues la derecha pinochetista es capaz de defender a través del plomo y el derramamiento de sangre sus privilegios conseguidos mediante la usura, el robo y la explotación.
La derecha directamente heredera de la Dictadura Civil Militar, como también, sus enfermizas versiones posmodernas libertarias de derechas son fuerzas visiblemente antisociales, que promueven antivalores que son integralmente opuestos a todas las banderas que dicen defender.
Atentan contra la vida al justificar el asesinato, la violación y el exterminio, de mujeres embarazadas, niños, niñas y adolescentes, la tortura y exilio de personas en su amplia mayoría desarmadas, sin entrenamiento militar ni capacidad de defenderse.
Se contraponen a la seguridad, orden y respeto de la institucionalidad al justificar un quiebre del orden democrático y la instrumentalización cobarde de las Fuerzas Armadas en contra del propio pueblo chileno que juran defender; el rol de estas es dedicarse a la defensa de toda la Nación, jamás a perseguir, raptar, torturar, asesinar o desaparecer los cuerpos de sus compatriotas.
Al convertir el libertinaje hedonista y obsceno del uso de la propiedad privada y las actividades económicas en el presupuesto de su noción de progreso, —ignorando los fines sociales intrínsecos del intercambio y distribución de los bienes, sus consecuencias públicas y el reparto de lo superfluo—, se transforman en antagonistas de la libertad que dicen defender, porque guiados por el utilitarismo inmoral y explotador, son capaces de cooptar todas las libertades, entre ellas la de expresión, asociación y autodeterminación política, prohibiendo ideas, persiguiendo dirigentes sociales, reprimiendo instituciones religiosas como la Iglesia Católica, destruyendo las organizaciones comunitarias y exterminando partidos políticos.
A toda la derecha política le señalamos las siguientes preguntas: ¿Cómo se sostiene éticamente una postura que hoy condena el crimen organizado con una mano, mientras con la otra justifica el crimen organizado sistemático del Estado durante la dictadura? ¿Qué valor tiene proclamar la sacralidad de la vida de quien está por nacer si se excusa su aniquilación cuando el victimario comparte su ideología o agenda política-económica? ¿Dónde queda la libertad cuando se silencia al disidente con disparos? ¿Qué institucionalidad se defiende al normalizar que las Fuerzas Armadas, garantes de la soberanía popular, se vuelvan verdugos de su propio pueblo?
No hay atajo ético: justificar el golpe de Estado de 1973 y, más aún, aceptar como algo válido y necesario el sistemático exterminio de personas, es validar la lógica de que el “otro” no es una persona, que ese universo no tiene valor alguno, que la vida humana de quien piensa distinto es indigna de consideración, no merece existir y, en consecuencia, la sociedad, la familia y la vida comunitaria son prescindibles ante la subjetividad irracional y el pragmatismo más cruel.
Aquí yace la contradicción más profunda: un sector que hoy exige mano dura contra la delincuencia, pero ayer celebró —y hoy algunos insisten en maquillar— la delincuencia institucionalizada de una Dictadura. ¿Acaso los derechos humanos tienen fecha de caducidad? ¿La vida de un opositor político vale menos que la de un ciudadano asaltado en la calle?
Esta derecha, expresada obscenamente en las palabras de Evelyn Matthei es, hoy, la principal promotora de una cultura de la muerte y la cobardía, capaz de motivar el asesinato del desarmado y vencido, transformando la vida política nacional en un banal show de la ignorancia, que ve mayor valor en las cosas que en las personas, el culto a la estupidez.
Las elecciones políticas no pueden ser una puerta de entrada a los discursos irracionales que fundados en un odio a la vida continúen promoviendo la idolatría a la muerte, a las cosas, al rechazo a las personas.
La derecha no puede ignorar una verdad universalmente aceptada, ya anunciada en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 en el primer numeral del artículo 29, que “toda persona tiene deberes respecto a la comunidad, puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad“, su proyecto económico defendido en plomo y sangre, la justificación del terrorismo de Estado, no tiene cabida en quienes promueven el bien común.
La paz social es fruto de la justicia, y en la democracia dicha justicia se construye en dialogo con el otro, no en su censura, no en su persecución, no en su asesinato o en su exilio.
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