Por: Francisco Javier Caballero H. Catedrático Emérito de la Universidad del País Vasco / EHU
Allá por el mes de marzo del 2007, con ocasión de mi investidura como Doctor Honoris Causa por la Universidad Autónoma de Santo Domingo Primada de América, en la lección magistral que titulé “Del sueño americano al sueño latinoamericano”, ante el avance desbocado de la globalización neoliberal expuse mi convicción de que “si todavía hubiera la esperanza de un mejor futuro, esa esperanza está en Latinoamérica”.
En aquel momento decía que el Latinoamérica “Todo está por hacer. Algunos podrán tener la tentación de creer en la viabilidad de esa utopía de un Estado Comunitario construido sobre la Alianza Espiritual Aimara-Quechua y que comprenda a todos los pueblos que habitan la cordillera de los Andes. Otros pueden pensar en volver en volver a intentar la recreación del panamericanismo y federalismo de Simón Bolívar. Algún intelectual ha pronosticado que el siglo XXI, será el Imperio Panamericano conformado por las dos Américas, la del Norte y la del Sur. Quizás los no menos nostálgicos sueñen en volver a intentar la experiencia con recetas políticas del pasado, etc. Poco tengo que objetar al respecto. Simplemente diré que este es un síntoma de vitalidad, de ilusión y de esperanza en el futuro, pero un síntoma que contiene poca originalidad y, por tanto, no supone innovación, siendo más propio de sueños nostálgicos.
La originalidad latinoamericana, decía en aquella ocasión, está en otra parte. En aquello que la despiadada aculturación, de más de cinco siglos, no pudo hacer desaparecer. Latinoamérica es, sin duda, el espacio en el que se reconoce el carácter heterogéneo de las sociedades-culturas lejos del comunitarismo, premisa fundamental para que se den las condiciones axiológico-éticas necesarias para que otro mundo sea posible. Esto es, para que resurjan y se recreen de manera original las cuestiones esenciales de la igualdad, la solidaridad, el trabajo, el derecho como auténtico ordenador social, la sociedad de masas, los proyectos de emancipación colectivos como aspiración legítima de las culturas, las lenguas como patrimonio irrenunciable de la diversidad cultural, la ecología más allá de la perversa idea de que nuestra felicidad depende del mayor crecimiento, de la mayor productividad, de la elevación del poder adquisitivo y, por tanto, del, cada vez, mayor consumo.
Aquella convicción, que, en forma de pronóstico, pronuncié en el Aula Magna de la Primada de América en la mañana del tres de marzo pudo parecer un brindis al sol. No lo sé. Lo que sí puedo afirmar es que no lo hice desde la frivolidad, ni desde el pretender quedar bien ante un auditorio dispuesto a recibir con agrado ese mensaje. Lo hice desde la experiencia que supone recorrer de norte a sur y de este a oeste Latinoamérica durante largos años. He conversado con presidentes, con diplomáticos, con ministros, con rectores, con intelectuales y con las gentes, sobre todo con las gentes latinoamericanas.
A decir verdad, de todos aprendí algo. Conocí las preocupaciones de los políticos que sabían que algo estaba pasando, pero no sabían lo que estaba pasando. Ellos seguían anclados en la vieja dialéctica derechas-izquierdas sometiendo a una, cada vez mayor, inflación términos como democracia, Estado de Derecho, voluntad popular…, en tanto iban creciendo los niveles de corrupción, de desigualdad social y subestimación y, a veces, ignorancia de los pueblos y culturas originarios.
¡Ellos estaban a lo suyo, al recuento de votos que garantizase su presencia o su permanencia en el poder! De los intelectuales muy poco me sorprendió. Los vientos de persecución del pensamiento libre de finales de los años sesenta, de los setenta, de los ochenta…, hizo, a muchos de ellos, emigrar, a otros claudicar y, salvo excepción, de entre los que quedaron, al igual que una gran parte de los europeos habían abrazado al dios Baal neoliberal convirtiéndose en intelectuales orgánicos (esa forma, no demasiado edificante, de negación de lo intelectual).
Y fue la gente, la gente de los pueblos originarios (los legítimos pobladores del cono sur latinoamericano) la que me hizo ver la auténtica realidad latinoamericana. Tuve la oportunidad de conversar con mayas, con aimaras, con quechuas, con guaranís, con mapuches, con K’iches, con garífunas, con yanomamis, con wayús… (como muestra por no hacer larga la lista). A través de ellos pude observar los efectos que la dialéctica Universalismo-particularismo, esto es, neoliberalismo-cultura estaba teniendo en su realidad existencial.
Ellos, habían tomado conciencia del riesgo de aniquilación que corrían sus pueblos y sus culturas como consecuencia de la voracidad sin límites y de las prácticas depredadoras que estaban sufriendo en sus seculares hábitats. Ellos estaban viendo con claridad que, el final de todo ello, era la aniquilación de la pluralidad y la diversidad, es decir su desaparición, su sacrificio en el altar de la sacrosanta uniformidad y universalidad que eufemísticamente llamamos globalización.
Del 2007 hasta ahora, han pasado bastantes años. Muchos si los medimos con el parámetro de nuestras vidas. Muy pocos, si lo hacemos con la medida de los tiempos históricos. Pero, en el marco del paso de ese tiempo, algo comienza a moverse. Me refiero a dos hechos que han ocurrido en Chile que, a mi modo de ver, es cierto que tienen una dimensión simbólica importante pero sobre todo poseen un calado de envergadura equivalente al de grandes hechos históricos.
Es ya ampliamente conocido el hecho de que Chile, a comienzos de los años setenta, tras el derrocamiento ilegítimo de Salvador Allende se convirtió en el auténtico laboratorio de experimentación del neoliberalismo. Durante el mandato del general golpista Augusto Pinochet, el País bañado por ochomil Kilómetros de Pacífico en el oeste, que hace frontera con Perú en el norte, que limita con Bolivia y Argentina por el oeste y que es testigo del abrazo las aguas frías del Atlántico y del Pacifico por el sur, fue el espacio en que, para la implementación del neoliberalismo, se llevó a la práctica “manu dictatori” la “estrategia de la gradualidad”. Esta estrategia, dentro de las técnicas de manipulación social, resulta indispensable para hacer que se acepte algo que, en un principio, si se implementase de una sola vez, resultaría absolutamente inaceptable.
Tras el golpe de Estado del once de septiembre del 73, en los años siguientes, el gobierno de Pinochet, a la manera del cuentagotas, fue poniendo en marcha la batería de medidas que, hoy conocemos, conforman la maquinaria infernal conocida como neoliberalismo: privatizaciones masivas en todos los sectores, precariedad en el empleo, flexibilidad, desempleos masivos, contratos basura, desaparición de las pensiones garantizadas por el Estado, exiguo sistema de salud público, Estado mínimo… y, máximo control social. El experimento resultó un rotundo éxito (para los grandes capitales) y una pauperización creciente de la población chilena en particular. El resultado que se perseguía se había logrado satisfactoriamente: Cortar de raíz la más remota posibilidad de que el Estado social cuajase.
En la década que continuó a los años setenta, los grandes apóstoles neoliberales, Ronald Reagan y Margaret Thatcher proclamaron a los cuatro vientos del planeta la buena nueva neoliberal. Y, finalmente, cuando el término neoliberalismo comenzó a sufrir el desgaste de sus nocivas consecuencias, llegó lo que eufemísticamente se llamó globalización. Las consecuencias, se conocen bien: un planeta que se debate entre el desastre medio ambiental fruto, en última instancia, del desenfrenado consumo y el peligro nuclear consecuencia del desarrollo tecnológico-científico que podría hacer posible, simplemente, su desaparición, en un clima en el que crece la incredulidad en el futuro y, por ende, la desesperanza.
En Chile acaban de tener lugar dos hechos (repito) que probablemente no van a acabar con el neoliberalismo pero que, sin duda, tienen una carga simbólica extraordinariamente importante. La primera tiene que ver con el “entierro” que está a punto de producirse de la Constitución de Pinochet que hizo posible que el laboratorio neoliberal en Chile funcionase a pleno rendimiento. Y es que hace unos meses fue elegido el Congreso constituyente, encargado de redactar la nueva Constitución chilena, recayendo la presidencia de este en una mujer de etnia mapuche, Elisa Loncón, cuya lengua materna y, de uso personal, es el mapudungun. ¡Es un primer hecho histórico sin precedentes!
El segundo hecho histórico tiene que ver con la elección como presidente de la República chilena a Gabriel Boric y, aunque ese sí tuvo precedente: Salvador Allende, da carpetazo al oscuro periodo de la dictadura de Pinochet y, seguidamente, a los gobiernos más aperturistas que, si bien algunos de ellos, quisieron profundizar en la democracia, siempre se encontraron con el corsé de una Constitución hecha a la medida de una ideología en modo experimental.
Gabriel Boric echará sin duda al Pacífico la llave de la puerta del laboratorio neoliberal y, por qué no, juntamente con Elisa Loncón vuelvan a hacer que Chile se convierta en otro laboratorio. Esta vez como lugar de experimentación del regreso a/de las culturas como única forma de volver a creer en la esperanza.
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