Por: José Miguel S. Investigador asociado del Instituto Interuniversitario de Investigación Educativa. (IESED-CHILE). Universidad de Valparaíso
Revuelo ha causado la consulta pública de la Comisión Nacional de Acreditación sobre nuevos criterios para la acreditación institucional. Difícil que sea otra manera si varias universidades privadas adivinan riesgos emergentes en este nuevo diseño: más control, más burocracia, menos valoración de la diversidad que ellas aspiran a encarnar. En su mirada, ojalá la nueva acreditación tuviera menos dientes y estuviera más centrada en la promoción de la calidad, aunque eso nunca termine de definirse. Se trata de reclamos y demandas que han emergido antes, a propósito de la introducción de la acreditación y su posterior institucionalización.
Y aunque la provisional exigencia de desempeños mínimos dentro de los criterios no deja de ser intimidante, la verdad es que ellos no parecen ser una pieza muy decisiva para el futuro de la acreditación. La evidencia sugiere que las versiones pasadas de los mismos criterios tampoco terminaron siendo determinantes para la operación del sistema, ni aún en los casos difíciles. La razón se encuentra principalmente en la cultura interna de la Comisión, aunque también ha sido reforzada desde la discusión legislativa de su marco regulatorio.
De manera casi unánime, las distintas generaciones de consejeros que han pasado por la CNA han tendido a pensar en ella como un tribunal administrativo. Uno que debe formarse una convicción acerca de cada caso y fallar en conciencia sobre su acreditación. El marco institucional favorece este desarrollo.
Las decisiones de la Comisión pueden ser objeto de todo tipo de impugnaciones y, además, pueden apelarse ante otro cuasi tribunal: el Consejo Nacional de Educación, una suerte de la Corte Suprema Educacional en la jerga de los profesionales de este campo. La minuciosa regulación procedimental de la acreditación y el recurrente seguimiento de los conflictos de intereses de quienes participan de estos procesos refuerzan esta visión.
Pero a medida que ha profundizado esa visión de su quehacer, una y otra vez la CNA ha postergado avanzar hacia lo que debería ser su función más importante. Como ocurre en los sistemas de acreditación más sofisticados, el eje del trabajo de las agencias acreditadoras consiste en desarrollar e integrar buenos diagnósticos sobre el estado de las universidades y sobre los desafíos que enfrentan (en términos de asegurar su sustentabilidad institucional, pero principalmente en los resultados de los procesos formativos y en su contribución al desarrollo de las ciencias, las tecnologías, las humanidades y las artes), además de hacer un seguimiento riguroso de las situaciones riesgosas que sean detectadas.
Los acuerdos de acreditación reflejan nítidamente la ausencia de esta perspectiva en el trabajo de la Comisión. Casi siempre, dan cuenta de una exposición impresionista de aspectos que llaman la atención de las comisiones de pares o de preocupaciones recurrentes de los integrantes de la Comisión. Pero escasamente reflejan una visión integrada, sistemática y ajustada de la realidad de cada institución evaluada en un tiempo determinado. La imposibilidad de contar con tales diagnósticos pone todo el énfasis del proceso en el “juicio” de acreditación (años, dimensiones acreditadas), algo que más bien podría venir por añadidura si la CNA contara con una buena matriz de resultados comparables.
Las consecuencias de esta situación no sólo impiden que la sociedad chilena tenga una visión completa y actualizada del estado de sus universidades, sino que impone importantes limitaciones para la operación de la política sectorial. El desarrollo de los instrumentos de admisión, la definición de las líneas de financiamiento para la mejora y fortalecimiento institucional, la fijación de aranceles regulados para la gratuidad, y el desarrollo de marcos de cualificaciones, entre otros, se beneficiaría enormemente de una reorientación sustantiva de la operación de la acreditación institucional hacia la construcción de buenos diagnósticos de acreditación. Además, permitiría tener esa conversación significativa sobre los criterios de evaluación que ahora se echa de menos.
Esta solución no sólo permitiría una mejora considerable de la coordinación de la política sectorial sino también una mejor comprensión de la sociedad y del sistema político sobre la operación de la educación superior. Ello, a su vez, podría facilitar la construcción de consensos sobre el futuro del sector. Mejor aún, si la acreditación enfatiza los resultados de las principales funciones que cumplen las universidades y el valor que éstas agregan a las personas, las poblaciones y los territorios que se relacionan con ellas.
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