Por: Kenneth Pugh. Senador independiente pro RN por la región de Valparaíso
El 18 de octubre de 2019 Chile experimentó un cambio relevante. Eso es innegable. Desde esa fecha en adelante se han modificado los programas y prioridades de la política nacional. Una serie de demandas sociales, cuya respuesta había sido postergada, porque las agendas políticas de varios gobiernos no les habían dado la prioridad necesaria, estallaron con fuerza y claridad. Más de 1 millón de chilenas y chilenos se manifestaron pacíficamente con una voz imposible de ignorar. Al mismo tiempo, otros grupos, con otros intereses, han desarrollado una campaña de violencia que ha alterado la convivencia nacional. El gobierno llamó a un pacto por las reformas sociales con la mayoría de los partidos políticos y, además, en lo que considero un error político, se abrió también a negociar una Reforma Constitucional que abriera paso a un eventual proceso constituyente para reemplazar nuestra actual Constitución.
Estamos ahora frente a dos desafíos distintos en su naturaleza y que, además, generan interferencia entre sí. Por una parte, tenemos que volcarnos con fuerza y prontitud a encontrar las mejores soluciones racionales a las legítimas demandas sociales de nuestra ciudadanía y, por otra parte, y en forma simultánea, volcar grandes esfuerzos a un eventual proceso constituyente de incierto resultado para el país. Por ello, el histórico Plebiscito del 26 de abril que viviremos no es algo que se deba tomar a la ligera, más aún si consideramos que actualmente no están dadas las condiciones de paz ciudadana para llevar a cabo tan importante proceso para la democracia, con una polarización y un nivel violencia e intolerancia pocas veces visto en el país.
Y con este panorama se efectuará el proceso, en el que los chilenos tendremos que escoger entre dos marcadas alternativas. Una de ellas es borrar la Constitución vigente, partir de nuevo, refundando todo sobre una hoja en blanco, encargando a un grupo de personas que lo redacte en el plazo de un año. Esa es la opción “Apruebo”.
La otra opción es “Rechazo”, y esta alternativa significa reconocer que nuestra actual Constitución ha sido una herramienta útil para dirimir las circunstancias de la convivencia nacional y que no en vano, desde que empezó a regir, incluyendo sus múltiples modificaciones, Chile ha vivido objetivamente uno de los períodos más exitosos de su historia. La preferencia “Rechazo” significa entonces optar por la solidez y la tranquilidad de un texto conocido y la opción “apruebo” nos lanza a un espacio de incertidumbre, de discusión política y técnica, de paralización y, sobre todo, nos proyecta a un resultado totalmente incierto, que tiene muchas probabilidades de ser mucho peor para el país que con la actual Carta Fundamental.
La Constitución vigente es totalmente factible de ser modificada en todas las materias que sea pertinente hacerlo y donde existan los consensos políticos necesarios. Rechazar el proceso constituyente no significa inmovilizar. Todo lo contrario. Significa sentarse a discutir sobre temas concretos en un entorno específico, generado por un texto constitucional cierto, y votar democráticamente sobre alternativas claras. “Aprobar” implica dar un cheque en blanco a personas que no sabemos si van a ser capaces de acordar por el bien del país. Si en el plebiscito de salida rechazamos su trabajo efectuado, volveremos a nuestra actual Carta Fundamental y habremos perdido dos años de oportunidades, debilitando nuestra convivencia, paralizando nuestra economía por la incertidumbre y gastando grandes recursos que podrían tener fines más cercanos a lo que la ciudadanía reclama con fuerza.
Aparte de ser muy caro para todos los chilenos, de iniciarse el proceso constituyente, va a significar que nuevamente la tan legítima agenda social va a ser postergada. En primer lugar, por falta de prioridad política y, en segundo lugar, porque el proceso constituyente generará incertidumbre suficiente para afectar seriamente nuestro crecimiento económico, nuestra inversión y, sobre todo, el empleo.
Soy de la idea de que antes de una nueva Constitución necesitamos una nueva cultura de dignidad y respeto, la que debe llevarnos a rechazar con fuerza y sin dobleces todo intento violento de imponer ideas y, asimismo, dotar al gobierno de todas las herramientas necesarias para garantizar dignidad y respeto a todos los habitantes de nuestro querido país. Mientras no volvamos a un clima de paz, tranquilidad, dignidad y respeto es imposible que un proceso constituyente entregue respuestas satisfactorias a las demandas del país.
Rechazar el proceso constituyente para buscar los cambios necesarios es de alguna manera dar estabilidad al país. Rechazar para reformar es un compromiso. Podemos arreglar las demandas sociales y mejorar la calidad de vida de nuestros conciudadanos sin ninguna necesidad de una nueva Constitución y sin la necesidad de esperar tanto tiempo. Por eso rechazar para reformar es mi opción.
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